Hace unos días salió a la luz una enorme trama de corrupción que ha golpeado duramente al gabinete de Sánchez.

Jaque al rey Sánchez

El PSOE vuelve a estar en el epicentro de la polémica. La tormenta política desatada por la llamada “trama Koldo” ha puesto al Gobierno de Pedro Sánchez en una posición delicada, por más que desde Moncloa se insista en que todo está bajo control. La dimisión de Santos Cerdán, el cerco judicial a José Luis Ábalos y las derivadas económicas de las comisiones investigadas por la UCO dibujan un escenario en el que la palabra “corrupción” ya no es un eco lejano del pasado, sino un presente incómodo que amenaza con instalarse en el centro de la actualidad política.

Una red enredada

Los datos hablan por sí solos. La investigación de la Guardia Civil señala presuntas mordidas por valor de 620.000 EUR, obtenidas a través de contratos obtenidos durante la pandemia. Las cifras, por sí solas, ya habrían bastado para encender todas las alarmas. Pero es la cercanía de los implicados con la cúpula socialista —Cerdán era número tres del partido; Ábalos, exministro y figura clave en la primera legislatura de Sánchez— lo que convierte este caso en un verdadero terremoto político.

Pedro Sánchez ha intentado distanciarse rápidamente, pidiendo disculpas por haber confiado en Cerdán y activando una comisión de investigación en el Congreso. Un gesto que, si bien apunta a una voluntad de transparencia, también podría interpretarse como una maniobra defensiva: controlar los tiempos, marcar los ritmos y, sobre todo, contener el daño antes de que se vuelva estructural.

Silencios, maniobras y desgaste

Desde Ferraz se insiste en que el PSOE “ha actuado con contundencia”. Pero la ciudadanía no parece del todo convencida. La imagen de un Gobierno al que se le cuelan tramas millonarias entre bambalinas no casa bien con la bandera de la regeneración democrática que Sánchez ha querido enarbolar desde 2018. Y menos aún si uno de los protagonistas fue, durante años, uno de sus hombres de máxima confianza.

La reacción opositora ha sido inmediata. El Partido Popular no ha tardado en exigir explicaciones y deslizar que quizá el caso Ábalos–Cerdán no es una excepción, sino un síntoma de algo más profundo. Vox, por su parte, ha redoblado su discurso extremista. Mientras tanto, algunos socios de investidura —Sumar y Junts incluidos— miran con recelo, conscientes de que cualquier movimiento en falso puede hacer tambalear un equilibrio parlamentario ya de por sí precario.

La respuesta mediática también ha sido desigual. Algunos editoriales apelan a la prudencia y a la espera del pronunciamiento judicial. Otros, sin embargo, ya dibujan un mapa en el que las explicaciones del Ejecutivo suenan a coartada preventiva, más que a asunción real de responsabilidades.

¿Una crisis con recorrido?

Es probable que el tiempo —y los jueces— terminen de decidir la gravedad de este escándalo. Pero en política, lo simbólico importa tanto como lo jurídico. Y el símbolo que se proyecta hoy es el de un partido golpeado por los mismos males que durante años denunció en sus adversarios. La coherencia, en estos casos, es tan importante como la legalidad.

Con un calendario político cargado —Presupuestos, negociaciones territoriales, fricciones internas— y una ciudadanía cada vez más polarizada, este escándalo llega en el peor momento posible para un Gobierno que ya venía navegando entre fuegos cruzados.

Sánchez ha preferido refugiarse en su agenda internacional y mantener la compostura, como si con suficiente distancia mediática todo se pudiera desactivar. Pero el problema, quizá, no es tanto lo que se dice como lo que se intuye. Y lo que se intuye, con nombres, cifras y correos intervenidos, es que algo huele a podrido en el entorno del poder socialista.

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